Todas los viernes, el célebre autor salía al balcón a leer algún microcuento de cien palabras que acababa de escribir, y la gente que se congregaba abajo en la plaza, le aplaudía. Siempre. Incluso aquella vez que repitió un cuento por error, o cuando escribió un relato insultándoles e incluso aquella vez que no había terminado su historia y los aplausos le impidieron continuar.
Un viernes se sentó en un café cercano a la hora convenida. El pequeño coro de entusiastas llegó allí, esperó el tiempo que de media duraba un relato y aplaudió al balcón vacío. El autor probó a protestar, pero se calló cuando dos tipos le miraron con dureza y sin reconocerle.
11/12/06
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